El testamento del sastre. Juego teatral para un solo intérprete, de Michel Ouellette, en traducción de Carlos Vicente. Dirección: Rubén Segal. Versión femenina: Mercedes Diemmand-Hartz. Versión masculina: Claudio Martínez Bel. Músicos en escena: Silvina Sznajder, Sergio Sultani/Javo Canolik. Diseño de vestuario y escenografía: Fabián Suigo. En La Carbonera, Balcarce 998. Duración de cada versión: 50 minutos.
Nuestra opinión: buena
El tema de la peste, desde Sófocles a Camus, pasando por Dragún, por citar sólo a dos grandes autores universales y a un argentino que le supieron sacar buen partido, ha sido muy productivo en teatro. Y lo ha sido por su extraordinario poder simbólico, por la multiplicidad de significados que se le pueden atribuir a una sociedad diezmada por un mal contagioso. Un cuerpo social es susceptible de ser corroído por un virus, pero también por la guerra, el egoísmo, la codicia o las disputas de poder.
La historia concebida por el autor canadiense Michel Ouellette hilvana dos pestes: la ocurrida en la villa de Eyam, en Derbyshire, Inglaterra, en el siglo XVII, y una que azota a cierta ciudad del futuro no identificada donde los pasos de frontera están controlados por un sistema de cibervisión o gran panóptico muy sofisticado que vigila todos los movimientos de la gente. En este lugar, los atacados por la plaga son encerrados en un lazareto similar a un campo de concentración.
El enlace entre las dos épocas lo realiza el comerciante llamado Flybotte, una suerte de mensajero del tiempo, que ha encontrado en la casa de un anticuario el testamento de un sastre atacado por la peste en Eyam y lo entrega a Mouton, otro profesional en el arte de vestir a las personas en la ciudad del futuro, para que lo lea y vea si quiere cumplir su mandato. La circularidad del relato parecería sugerir que las peripecias del hombre, los estigmas de su infelicidad, se repiten como una pesadilla inmune a los cambios de la tecnología o las vestiduras propias de cada época.
Dos versiones
El texto de la historia es misterioso y atrapante. Concebido en origen como narración, el autor le extrajo las réplicas para que, montado sobre un escenario, dejara varias incógnitas susceptibles de ser resueltas por la imaginación del público.
El texto de la historia es misterioso y atrapante. Concebido en origen como narración, el autor le extrajo las réplicas para que, montado sobre un escenario, dejara varias incógnitas susceptibles de ser resueltas por la imaginación del público.
La puesta ofrece la obra en dos versiones autónomas, una protagonizada por una actriz y otra por un actor. Si el espectador opta por ver ambas, como hizo este cronista, oirá la misma partitura en dos interpretaciones distintas pero complementarias: la de Mercedes Diemmand-Hartz es límpida en su dicción y sensual en los papeles de mujer, la de Claudio Martínez Bel aporta más matices y explota con acierto los toques de humor. Ambas se disfrutan. En un ámbito despojado que intenta no distraer la atención sobre el relato, el director Rubén Segal ha privilegiado el ritmo y la precisión en las marcaciones. A lo cual hay que agregar una ambientación musical muy sugestiva.
Alberto Catena
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